viernes, 30 de abril de 2010

ESCABECHINA

Si alguien creía que la sangría había terminado, si pensaba que los 7.000 periodistas que perdieron su trabajo en ese “annus horribilis” que fue 2009 eran el fin de la sangría, estaba equivocado. La escabechina sigue, cercana, cruel, con víctimas entre las que cada vez se contabilizan más amigos y conocidos e incluso algunos enemigos, gente de tu generación, de la anterior o de la posterior, compañeras y compañeros que en la mayoría de los casos se han entregado al periodismo con alma, corazón y vida para darle a esta profesión lo mejor que han sabido y han podido, y ahora están en la puta calle, víctimas de una perra crisis que no cesa.

Cuando me liquidaron a mi mismo del periódico donde durante más de diez años, sin faltar un solo miércoles, escribía una columna, me cogí tremendo rebote. Los meses han ido matizando ese impacto, esa rabieta, porque al menos soy de los que todavía pueden vivir del oficio de escribir, de una profesión que cada vez se asemeja más a un pollo escaldado y pelado que no ha dejado de perder plumas de libertad, de objetividad y de dignidad en los últimos tiempos. Me duelen los compañeros que han ido a engrosar las listas del paro, esta última tanda, brutal, y todas las anteriores, las sucesivas oleadas –como el EGM- que me recuerdan cada vez más aquella poesía de Blas de Otero: “Me llamarán, nos llamarán a todos…”, para cargarse primero a los que cobraban 3000 euros al mes, luego a los de 2.000 y así sucesivamente , tirando a la baja vidas, carreras y dignidades, en tongadas salariales que empobrecen cada vez más las redacciones en todos los sentidos.

Mentiría si no reconociese y dijese que me duelen y me afectan más los despidos de los más mayores, de los cuarentones y los cincuentones, que los de los más jóvenes, alevines formados en universidad de pago que todavía tendrán tiempo para recuperarse del batacazo y reconducir su vida. Mentiría si no dijese, desde mi posición de privilegio, que me estremece y me quita más el sueño la situación de los colegas que también son padres de familia o pasan pensiones, que tienen una jodida edad con más de cuatro o más de cinco décadas, que ahora se sienten vilmente expulsados de una profesión a la que se lo han dado todo, cada uno a su manera.

Sería estúpido echarle la culpa únicamente a los diarios gratuitos, que también han despedido y caído estrepitosamente. O a Internet, a esa red que no nos paga pero a la que cada vez recurrimos más para desfogarnos, para contar, para decir, para proclamar cuando me siento jodido, como ahora, cuando quiero expresarme sin cortapisas ni retribución pero con el profundo deseo de quedarme a gustito. La solidaridad, de la que dice Eduardo Galeano que es la ternura de los pueblos, me sabe a poco y no me libra de sentirme entre los que todavía flotan en este océano de sálvese quien pueda, en este panorama desolador de una profesión que, como muchos otros, creía que, además de darme de comer, servía también para cambiar el mundo.

JR GARCÍA BERTOLÍN

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