lunes, 28 de febrero de 2011

ENCÉS EN FLAMA(1)

Me asomo a la ventana y no veo a la chica de ayer, pero descubro que las Fallas ya están aquí. Lo sé porque la pequeña plaza de vocación peatonal, nunca consumada, aparece atestada de coches aparcados como caravana cíngara o como si se preparasen para defenderse de un inminente ataque de los apaches. Lo sorprendente es que sus dueños, uniformados con sus polares azules, parecen no tener ningún miedo a recibir el mismo trato que los demás ciudadanos: una buena multa en escasos minutos y un gruazo que te robe la alegría y te rompa el mes si te descuidas un poco más. Ja s’acosta Sant Josep. La calle vuelve a ser suya.



Hace muchos años que en ese mismo corazón partido y herido de la ciudad, con sus putas, sus traficantes, sus macarras, sus niños esnifando pegamento, me sorprendía la irrupción fallera de señores con puro cubano de importación, cochazo Mercedes Benz y señora con espléndida permanente, antes de dar paso al traje siglo XIX a juego con el rigurosamente negro cucaracha de sus maridos. Resultaron ser los falleros del barrio, de un barrio de mala nota por el que muchos ciudadanos decentes y honrados sólo se atrevían a adentrarse durante esos días festivos.



Treinta años después siguen por allí las putas, los macarras, los camellos, los proxenetas, pero también hay mucha vivienda joven y ya no se ven niños dándole a la cola y reventándose los pulmones. Algo ha cambiando, pero los falleros de las distintas comisiones del barrio siguen sin ser del barrio. Son Guadianas que aparecen y desaparecen, vienen y se van. Los veo salir del piso sin insonorizar convertido en Casal, y no me suena haber visto ni una sola cara el resto del año. Definitivamente, en Especial o en sección modesta, los falleros de mi barrio no son de mi barrio. Si acaso estrellas invitadas con licencia para aparcar, para disparar (fuegos y mascletás) para decidir que aquellos cuatro bancos que un día pusieron y que limitaban el aparcamiento irregular en la Plaza con nombre de batalla perdida, fueran un visto y no visto, otra batalla perdida, y desapareciesen para siempre porque molestaban durante unos pocos días.




Y por la tarde Crida, con la alegre muchachada tomando la calle por primera vez, y una Fallera Mayor que, esta sí, habla un buen valenciano. Sin postizos ni imposturas

jueves, 24 de febrero de 2011

¡CÓMO BEBI EL 23-F! LA NOCHE DE LOS TRANSISTORES ROTOS

Que no, que no me he equivocado, que donde quiero decir bebí no voy a escribir viví, sobre todo porque lo que me llevó a tanta ingesta alcohólica fue el miedo que tuve desde el momento en que supe del asalto al Congreso de los Diputados. Después, tras apenas diez minutos de dudas, decidí volver al Cuartel General del Ejército, ese tan chulo que hay con vistas a Cibeles y al Banco de España, y entregarme, rendirme, si, presentarme antes de que me llamaran y descubriesen la mentira de que no dormía en el domicilio del supuesto primo que me sirvió para obtener el pase pernocta, sino en un piso compartido con gentes dudosa reputación.



- ¿Pero qué haces desgraciado? ¿Acaso no sabes lo que está pasando?, fue lo que vino a decirme aquel señor cuando me vio por la calle con el anacrónico traje de romano que llevábamos los soldaditos del Ministerio. A la media hora cruzaba cabizbajo y acojonado el acceso al Cuartel General por la calle Barquillo, y minutos más tarde ya pude comprobar la tensión que reinaba en esas dependencias donde estaban los militares más promocionados por la UCD, se supone que por ser más demócratas que el resto del glorioso Ejército Español, ese que ahora es la institución más valorada por los españoles. Cosas veredes…



Madrid podía matar, y si tenía que morir que fuese bajo la anestesia de una buena cogorza, aunque todavía iba sereno cuando imaginé por primera vez que mis amigos destinados al Cuartel de El Goloso, a la División Acorazada Brunete, por tener menos enchufe que yo, podían irrumpir allí con sus tanques de un momento a otro y sin tiempo para recordar los buenos momentos pasado juntos en el CIR de Colmenar Viejo, todas aquellas risas en periodo de instrucción, todas nuestras burlas clandestinas a las clases para montar el Cetme o aprenderse los galones y graduaciones. Señor, sí señor.



¡Aquello iba en serio! Ya no se trataba de llevar el paso, dar novedades o sacarle brillo al cinturón y las botas. Esa fue la primera conclusión que saqué junto a algunos compañeros mientras contemplábamos las caras serias de oficiales y suboficiales. Estábamos varados en el centro de la tormenta, a cinco minutos del Congreso, pero afortunadamente la cantina estaba abierta y era barata. Lo estuvo durante al menos un par de horas providenciales, las suficientes para que nos mamásemos bien mamaos. Nunca podré olvidar a aquel arquitecto catalán que se había incorporado a filas tras agotar todas las prórrogas posibles y siempre presumía no haber probado probar el alcohol en su vida. Esa tarde/noche se bebía los copazos de ginebra de un trago, tapándose la nariz, sin respirar, buscando lo mismo que todos los demás, la curda que nos permitiese correr un telón al corazón y anestesiar todos los temores.



La tarde del 23-F me la bebí de miedo junto a otros soldados de remplazo , con “el clan de los universitarios acojonados”: médicos, filósofos, periodistas, abogados, economistas.., tan despreciado y puteado por algunos mandos intermedios y especialmente por los cabos voluntarios, niñatos reenganchados a los que les llevábamos cinco o seis años. Nos daba igual que fuesen alcoholes dudosos, esas marcas extrañas que se compraban para los bares de los cuarteles, seguro que las más baratas y peor destiladas, pero que obraban el milagro de que el brigada pudiese trincar y hacerse un chalé en Arganda o en Chinchón.





Sólo queríamos aturdimiento, melopea, adormilar el pavor en una noche loca de verdad. Hasta que nos echaron achispados de la cantina, pero no lo suficiente como para no enterarnos de que en Valencia habían salido los tanques a la calle y que aquellas unidades de Policía Militar que habíamos visto pasar en dirección a la Carrera de San Jerónimo no iban a liberar a los diputados sino a sumarse al Golpe. Tiembla, mamón



Treinta años después me cuesta reconocer en mí a aquel soldado ebrio que casi temblaba cuando, después de la retreta, del todos a la cama que hay que descansar, para que mañana podamos madrugar, escuchamos los gritos del Capitán Enrique González Mateos, un fascista de tomo y lomo que después sería procesado por el “Manifiesto de los Cien” (diciembre de 1981) aunque el empapelamiento por injurias, movimientos sediciosos y simpatía por los golpistas, no le impidiese ascender a comandante.



. Todo el mundo a dormir. Lo que tenga que pasar será lo mejor para España. No quiero oír ni un solo transistor, y al que le coja escuchando la radio se le va a caer el pelo.



No sabía disimular. Se le veía loco de ganas de que la asonada triunfase, soñando quizá con la posibilidad de ser él mismo, un chusquero, quien detuviese a todo un capitán general como Gabeiras Montero.



Minutos después ese mismo sujeto reventaba contra el suelo el transistor de uno de mis colegas de curda, pero al día siguiente el suyo era el rostro de la derrota, como lo fue el mío cuando anularon todos los permisos de fin de semana, y me colocaron en una de las puertas de la calle Alcalá, protegiendo el edificio de quién sabe qué peligros, mientras pasaban ante mi cientos de personas de camino a la gran manifestación de rechazo al golpe. A algunos niños les daba miedo, tan tapado, tan armado, tan siniestro, pero entre los adultos hubo algún gracioso que pedía que dejase mi arma y me fuese con ellos a gritar en defensa de la democracia. En ese momento pensé que tenía que desmilitarizarme cuanto antes, irme de allí. Lo logré tres meses más tarde fabricándome a conciencia una úlcera “Post 23-F” que me llevase a la divina condición de inútil total. Pero esa ya es otra historia, en la que también hubo mucha ginebra cuartelaría y de garrafón.