viernes, 15 de julio de 2011

INFILTRADOS

INFILTRADOS



Yo era uno ellos, uno entre los quince o veinte mil que aquel 15 de enero de 1978 participamos en Barcelona en la primera manifestación autorizada de la CNT desde la Guerra Civil. Recuerdo que, aunque invernal, la mañana empezó siendo radiante, feliz, sin que nada hiciese presagiar, con todo aquel entusiasmo compartido, con el rotundo éxito de la convocatoria, con su carácter reivindicativo y pacífico, que también ese día, especialmente ese día, las negras tormentas iban a agitar los aires y las nubes oscuras nos impedirían ver. A la vuelta de la esquina, después de habernos disuelto en paz y alegría, con la convicción de que aquello era el principio del resurgir del anarcosindicalismo en España, nos esperaban el dolor y la muerte.

Fue después de las 13 horas, mientras celebrábamos, almorzando en un bar, el éxito de aquella primera mani legal tras la dictadura, cuando la Televisión Española, que entonces era la única televisión de España, interrumpió sus emisión para informar de que un grupo de jóvenes encapuchados había arrojado cócteles molotov en la sala de fiestas Scala, conocida en toda España porque desde allí se emitía semanalmente un programa de variedades, y todo el local había comenzado a arder.

Inmediatamente esta tragedia fue asociada con la manifestación de la CNT y la Federación Anarquista Ibérica (FAI), que sonaba más peligrosa todavía, casi como una consecuencia, incluso cuando se supo que los cuatro trabajadores de la Scala muertos en el atentado terrorista – Ramón Egea, Juan López, Diego Montoro y Bernabé Bravo- pertenecían precisamente a ese sindicato que estaba viviendo una eclosión de nuevas afiliaciones, y eso que no dejaban apuntarse a los estudiantes ácratas, que era requisito tener una segunda profesión aparte de universitario. Por ejemplo yo era camarero.

Recuerdo como rompieron a llorar, a blasfemar y a lamentarse, algunos de los que con tanto esfuerzo habían preparado aquella manifestación para que fuese una demostración de fuerza rigurosamente pacífica y en contra de los Pactos de la Moncloa. Durante todo el recorrido se insistió hasta la saciedad en evitar provocaciones, y al finalizar el recorrido autorizado se pidió a todo el mundo que se disolviese y se fuese a celebrar aquel enorme éxito. Estupefactos, rotos, maldecimos a aquellos encapuchados cuyos cócteles molotov pusieron fin al crecimiento espectacular que estaba viviendo la CNT. Éramos ya 140.000 afiliados, y las Jornadas Libertarias que se habían celebrado en el Parque Güell habían reunido a ¡600.000! personas¡

Rabioso e indignados, negándonos a creer, asistimos en pocos días a la detención de José Cuevas, Xavier Cañadas y Arturo Palma, unos chavales del cinturón de Barcelona encuadrados en lo que entonces solíamos llamar anarcopasotas o anarcofolklóricos, siempre con el pañuelo negro al cuello pero con muy poco que ver con el movimiento obrero, que iban a jugar un triste papel en la reciente historia de España y a pasar unos cuantos años en la cárcel.

FRENAR EN SECO

Parece probado que ellos arrojaron uno o varios cócteles molotov en el vestíbulo de aquella sala de fiestas que salía todas las semanas en la tele y que ardió extraordinariamente rápido, pero tardó todavía un tiempo en saberse que un material llamado fosforita avivó y propagó las llamas. Primero en Francia y luego en España empezaron a escucharse voces que decían que lo de la Scala fue terrorismo de estado, una acción tras la cual se buscaba frenar en seco a la CNT poniéndola a la altura del GRAPO o de ETA, como un grupo de radicales peligrosos y violentos que no podían entrar en el juego democrático.

Ya en el primer juicio de diciembre de 1980 los abogados defensores pidieron la comparecencia del ministro de Gobernación Rodolfo Martín Villa, que no acudió a declarar, y mantuvieron que todo era un montaje policial dirigido por confidentes policiales infiltrados en la CNT para desacreditar al sindicato y asestarle un golpe mortal ante la sociedad. Funcionó, pese a que poco a poco se fueron descubriendo nuevos detalles del papel que desempeñó el chivato de la policía Joaquín Gambín, apodado “El rubio”, “El Grillo” y “El Legionario”, un tipo lo suficientemente convincente como para manipular y embarcar a unos cuantos chavales de pañuelo negro al cuello y dirigir aquel atentado.

He querido contar una vieja batalla de la historia más oscura de la Transición de la que ya casi nadie se acuerda, para decirles a quienes ahora se echan las manos a la cabeza cuando se apunta la presencia de radicales infiltrados entre en el Movimiento 15M para desprestigiarlo, para hacerle perder el favor y la simpatía de mucha gente, que la presencia de oscuros reventadores de las mejores causas no es una paranoia. Los hubo en aquel atentado a la Scala, como quedó demostrado en un segundo juicio celebrado en diciembre del 83, como al parecer también pudo haberlos en otros pasajes y lamentables acontecimientos de la transición, como Montejurra, o en La matanza de abogados de la calle Atocha.

Resulta del máximo interés leer el último libro de Benjamín Prado dedicado a la Operación Gladio, la red creada por la CIA con la colaboración de la ultraderecha europea para infiltrarse en movimientos radicales como el GRAPO, la Baader Meinhof o las Brigadas Rojas. Este último grupo secuestró y acabó con la vida del presidente Aldo Moro cuando este se disponía apoyar un gobierno de concertación entre democristianos y comunistas de acuerdo con la propuesta de “Compromiso Histórico” planteada por Enrico Berlinguer, al que el propio Kissinger ya había amenazado si proseguía con su intención pactista. Había que cerrar las puertas al comunismo, a las revoluciones, aunque fuese a sangre y fuego o dejando morir al propio líder del partido gobernante.

En aquel año 78 la Scala, donde murieron cuatro trabajadores afiliados a la CNT, se puso fin a la primavera ácrata que España estaba viviendo tras la muerte de Franco, que algunos veían como una amenaza. Un sindicato no pactista que cuarenta años antes había movilizado a casi dos millones de españoles. Tenían que evitar a toda costa que la CNT fuese adelante en la nueva España, y aquel se convirtió en el golpe de gracia para conseguirlo en un momento en que dicen que en la Embajada Norteamericana operaban 800 espías para evitar cualquier desmadre en esa Transición que algunos hoy llaman transacción, remoto origen de esta indignación de ahora. Entonces ya había infiltrados. ¿Por qué no va a haberlos ahora?

JR GARCIA BERTOLÍN

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