viernes, 13 de enero de 2012

¡SIENTESE QUIEN PUEDA!

“Nos vamos a pique y además nos lo merecemos. Y aunque las acusaciones siempre recaigan sobre políticos, jueces, periodistas y demás instituciones más o menos públicas, la culpa también es nuestra, de la masa, incapaz de mantener eso tan ilusorio llamado dignidad”

Esta frase leída en una crítica de cine (Javier Ocaña), no en un editorial ni en una revista de sociología o ética, me transporta, ¿o teletransporta? , a un rojo autobús de la EMT que apenas doce horas antes realiza su recorrido de un extremo a otro de la ciudad. Es hora punta y todos los asientos están ocupados, una parte de ellos por personas mayores, ciudadanos de la llamada tercera edad, pero también hay otros, y no pocos, en los que se desplazan varios jóvenes y algunos adolescentes. Ninguno de ellos parece percatarse de la presencia de una mujer a la que no deben faltarle ni dos meses para dar a luz. Su embarazo es casi tan visible como la expresión de su rostro, donde se lee claramente que no lleva muy bien lo de ir de pie, apenas agarrada a una barra.

No me considero un modelo de urbanidad ni de educación, a veces incluso posee un punto salvaje y rebelde contra ciertas normas caducas en cuanto a forma de comer, vestir o hablar, pero sí tengo muy interiorizado desde antes de morirse Franco, unas ciertas normas elementales de conducta que me inculcó mi padre. Entre ellas, en un lugar destacado, esa que señala que salvo que estés muy enfermo, escayolado o en las últimas, hay que ceder el asiento a las personas inválidas, a las embarazadas y a los mayores.

Por eso mi ira va creciendo minuto a minuto, parada a parada, cuando observo a aquellas jóvenes universitarias, al grupo de chicas de origen sudamericano y a aquella adolescente ensimismada, tan ensimismada como para no dar se cuenta de la tremenda gorda preñada que hay a menos de dos metros de sus narices. Nadie mueve el culo ni deja su sitio a la preñada que rebufa ostensiblemente su cansancio. En total son más de veinte las personas sentadas que no se dan por aludidas.

Mientras me sube la irritación, las ganas de ponerme a chillarles si no se han dado cuenta de que una embarazada de siete u ocho meses, que presumiblemente, viene de una larga jornada de trabajo, necesita más que ellas el asiento, maldigo que nadie les hay enseñado que ceder el sitio no es una cursilería o hacer el primo, sino una acción normal, justa y necesaria, que estos tiempos duros vengan acompañados a menudo de preocupantes signos de insolidaridad y sálvese quien pueda.


En mi generación aprendimos a ceder el sitio a las embarazadas en los autobuses. Aquí mandaba Franco, pero tampoco olvido que en mi primera salida al extranjero, con el dictador todavía vivo y tocándonos las narices, me sorprendieron aquellos carteles metálicos en los vagones del metro de Paris, de la capital de la República Francesa, donde avisaba de la obligación de ceder el asiento según una prelación en la que no recuerdo si las embarazadas iban antes o después de los mutilados de guerra y otros “handicapés”. Sólo o al final del viaje pudo ocupar el asiento que en el autobús dejó libre al bajarse un señor muy mayor.

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